Eran días ciertamente más calurosos de lo normal y se notaba en la vestimenta de los habitantes de Roanoke. Los hombres dejaban de lado las levitas y las mujeres los chales y se dejaban ver más cuellos y hombros (más no escotes pues la moral pública no permitía tanto). Los trabajadores y funcionarios del Suministro se arremangaban las camisas desafiando los protocolos de vestimenta del Gobierno. Solo los agentes de la Ley permanecían confinados en sus uniformes de color negro y cuello recto.
Dear Henry, como se pudo observar en una nueva visita que se dignó hacer a McMillan’s, no era capaz de abandonar su chaqueta ni siquiera con el sol de frente. A Haede le causó mucha gracia verle llegar sudoroso, pero fiel a su estilo.
- Qué lo trae por aquí en este hermoso día?
- Tengo algo para usted, señorita.
- Alguna tarea imposible, me imagino.
- Pues… Si puede repararlo, se lo regalo.
Abrió su bolso y sacó de él una especie de caja de madera con orejas, que resultaron ser perillas. En seguida volvió a meter la mano y salíó del bolso un cuadrado de alambre concéntrico en un pedestal también hecho de alambre.
A Haede se le abrieron los ojos como dos lunas.
- Un Galenus! Donde lo obtuvo?
- Lo encontré entre chatarra y basura en… Ehm…Un lugar muy lejano.
Haede lo miró fijamente con sospecha.
- Qué quiere a cambio? Como regalo es raro y costoso.
-Bueno… ya que lo dice… Podría invitarme a escuchar una vez que lo tenga reparado…
- Y querrá llevárselo luego. Si, seguro. O delatarme con el Gobierno.
- Qué? No, de ninguna manera, no lo haría.
- Entonces?
- En caso de que no tenga reclusión domiciliaria…
- Muy gracioso, si.
- Podría invitarle a comer unos cubos de hielo y mirar las estrellas.
A Haede no le desagradaba la idea. Empezaba a agradarle ese desconocido, quien se hacía llamar Querido… Aunque ella aún lo le llamaría así, y no sabía porqué deseaba aceptar semejante invitación cuando en otra ocasión había mostrado indiferencia o declinado ásperamente.
- Le diré qué será — dijo usando una construcción gramatical propia del idioma de Roanoke. — Vuelva luego de tres noches. Si funciona, más bien, si lo hago funcionar, iremos donde usted quiera. Pero tiene que prometerme: que no le dirá a nadie de esto, y que tampoco le dirá a nadie de… eso.
-Prometido, y que arda Roanoke si no.
- Ya está ardiendo así que de poco valen sus promesas, señor.
Dear Henry la saludó con exagerada cortesía y se retiró dejándola sola con este extraño, útil, y peligroso artefacto.